LA PARROQUIA, CASA DE LA FAMILIA CRISTIANA
Una Parroquia es una demarcación canónica y un lugar donde se desarrollan unas acciones sacramentales y pastorales. Pero la parroquia es, sobre todo, una comunidad cristiana, formada por hombres y mujeres bautizados que quieren vivir según el modelo apostólico: escuchar la palabra de Dios, celebrar la Eucaristía y practicar la caridad fraterna.
Una comunidad, por otra parte, siempre abierta al que llega y dispuesta a ofrecer y compartir la fe y la caridad. Como entidad fundamental es signo de vinculación, comunidad de fe, espacio de participación y corresponsabilidad, pastoral de conjunto, comunidad enviada y misionera que celebra la Eucaristía en espera de su Señor. Una fraternidad eclesial y una comunidad eucarística. Lugar privilegiado para el anuncio de la palabra Dios y la celebración de la Eucaristía. Si no se cuida bien este aliento de la palabra y del Pan de vida, la parroquia se vuelve estéril.
Con un párroco como pastor propio y bajo la autoridad del obispo. Esta vinculación intrínseca, con la comunidad diocesana y con su obispo, asegura a la comunidad parroquial la pertenencia a la Iglesia universal.
Lugar teológico. Benedicto XVI recuerda los criterios fundamentales que definen la naturaleza de la comunidad cristiana y, por tanto, también de toda parroquia. El modelo de referencia no es otro que la primera comunidad de Jerusalén: perseveraban en la escucha de la enseñanza de los Apóstoles, en la unión fraterna, en la fracción del pan, en la oración, en la hospitalidad y en el compartir los bienes.
La parroquia es un "lugar teológico", donde el hombre se encuentra con Dios en la Palabra, en los sacramentos y en la caridad fraterna. El sacerdote anuncia el Evangelio, da a conocer a Jesucristo, cuida de la autenticidad y de la fidelidad de la fe, mantiene en la Iglesia el espíritu evangelizador. El sacerdote es dispensador de los misterios de Dios, sobre todo el de la Eucaristía y del perdón de los pecados. Es pastor que mantiene y edifica la comunión en la comunidad que se le confía.
Ni una carga, ni un oficio, ni una simple función, sino que el sacerdote está configurado con Cristo, actúa en nombre de Cristo. Elegido de entre los hombres y permaneciendo cerca de ellos, pero consagrado enteramente a la obra de la salvación. La función del sacerdote está unida a la de Cristo: construye, santifica y gobierna su Cuerpo.
Comunidad eclesial. Decía Benedicto XVI a los párrocos de Roma que la parroquia tiene que ser una "comunidad eclesial" y una "familia eclesial". Nunca puede quedarse en una masa de fieles anónimos. Impulsor y primer artífice de esta unidad eclesial tiene que ser el párroco. Pero sabiendo integrar a todos en el trabajo de la parroquia, y teniendo en cuenta dos formas de autotrascendencia: colaborar en la diócesis y que el Evangelio pueda llegar a todos, incluidos ateos, agnóstico e indiferentes.
Compartir, colaborar, sentirse corresponsables. Este es el estilo que debe animar la vida de la parroquia. La comunión eclesial exige la participación responsable y activa de todos: obispo, sacerdotes, diáconos, miembros de la vida consagrada, asociaciones, movimientos y comunidades. La unidad y sintonía entre todos formará una Iglesia particular viva y orgánicamente insertada en el pueblo de Dios.
La Iglesia, con Cristo resucitado, no duerme, sino que se revitaliza continuamente por la gracia del Espíritu. Como lo recomienda Benedicto XVI, hay que bendecir al Señor por la madurez y vitalidad de nuestras comunidades parroquiales, en la entrega de muchos laicos que colaboran en la nueva evangelización; por los catequista que, con ejemplar abnegación, hacen resonar la palabra de Dios en medio de las parroquias; por la entusiasmada presencia de los jóvenes; por los nuevos movimientos eclesiales y su dinamismo evangelizador; por la revitalización y nueva creación de institutos de vida consagrada; por las numerosas obras educativas, asistenciales y hospitalarias promovidas por la Iglesia católica. Todo ello es una señal de la presencia del Espíritu en la Iglesia.
Pero, también se constata cierto debilitamiento de la vida cristiana y hasta de una clara conciencia de pertenecer a la Iglesia católica. El secularismo roba el alma y vuelve a la persona indiferente ante las cosas de Dios. Ya nada importa nada. En esta situación, al estar atrapado por el propio subjetivismo, resulta fácil el ser manipulado por cualquier secta o movimiento pseudoreligioso.
La parroquia tiene que ser una señal de la presencia de Dios y de la Iglesia en medio del mundo y con la Iglesia. Decía Benedicto XVI, que la realidad se falsifica cuando de ella se excluye a Dios. Se quiere ayudar a mejorar la sociedad, el mundo, pero las recetas no resultan eficaces y los caminos están equivocados. Sin Dios, la realidad es un concepto incompleto y, en definitiva, falso. "Sólo quien reconoce a Dios, conoce la realidad y puede responder a ella de modo adecuado y realmente humano". Hay que emprender el camino, pero como verdaderos discípulos de Cristo. No se puede hacer en solitario, metidos en un egoísmo anquilosante y obstructivo. Caminamos con Cristo y con nuestros hermanos. Esta es nuestra seguridad y nuestra confianza.
Razón y fundamento vocacional. En el seno de la comunidad cristiano, en este caso la parroquia, es de donde tienen que surgir los ministros que la sirvan. Presbíteros y diáconos, ministros y personas consagradas, catequistas y servidores de la caridad y de los enfermos. Pero, de una manera particular, la vocación sacerdotal del anunciador de la palabra y el ministro del perdón.
Cristo es el principio y la garantía de la vocación. No nos empeñemos en querer justificar la vocación con unas motivaciones que no sean las de una incondicional y valiente entrega de la vida al servicio del amor de Dios manifestado en Jesucristo. Si se quiere "hacer latir el corazón del mundo", primero hay que dejar que Cristo haga vibrar el espíritu de los hombres con toda la fuerza de su vida, entregada sin reserva a poner en el corazón de los hombres el amor de Dios.
Los sacerdotes no son pregoneros de unas determinadas ideas, por muy apreciables que sean, sino de Cristo. Y lo hacen, ante todo, con el testimonio de su propia vida. Quien trata de anunciar a Cristo tiene que ser una persona embelesada con el Señor, llena de su Espíritu, entusiasmada con la doctrina y la persona de Cristo. Solamente así podrá acercarse a los demás y les hablará de lo que ha visto en Cristo y lo que ha oído de sus labios: si quieres venir conmigo, déjalo todo y sígueme.
Es un don que Cristo ha dado a la Iglesia; por eso, el sacerdote, además de tener clara conciencia de que ha sido llamado, tiene que poner a disposición de la comunidad humana el Espíritu que ha recibido con el sacramento del orden.
El ministerio del sacerdote es imprescindible en la comunidad cristiana. Por eso, nunca podremos resignarnos a ver reducido el número de las vocaciones sacerdotales y de las ordenaciones. "Esta resignación sería un signo fatal para la vitalidad del pueblo cristiano, sería peligroso para su futuro y para su misión. Y sería ambiguo, bajo pretexto de hacer frente con realismo al próximo futuro, organizar las comunidades cristianas como si éstas pudieran prescindir, en gran parte, del ministerio sacerdotal. Preguntémonos, por el contrario, si hacemos todo lo posible para avivar en el pueblo cristiano la conciencia de la belleza y de la necesidad del sacerdocio, para despertar las vocaciones, estimularlas y conseguir que maduren".
Ministerio pastoral. Como la Iglesia, la parroquia tiene su razón de existencia en la evangelización, que se lleva a cabo, de una forma práctica, en las distintas acciones que pueden realizarse para dar a conocer la palabra de Dios, celebrar los sacramentos y vivir la caridad fraterna. Las acciones pueden ser muchas y variadas; la finalidad siempre la misma: vivir según el Evangelio de nuestro Señor Jesucristo. Acercando a todos al amor de Dios, que es el único capaz de colmar las más altas aspiraciones del hombre.
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