Declaración "Iura et bona" sobre la Eutanasia Sagrada Congregación para la Doctrina de la Fe
III. El cristiano ante el sufrimiento y el uso de los analgésicos
La muerte no sobreviene siempre en condiciones dramáticas, al final de sufrimientos insoportables. No debe pensarse únicamente en los casos extremos. Numerosos testimonios concordes hacen pensar que la misma naturaleza facilita en el momento de la muerte una separación que sería terriblemente dolorosa para un hombre en plena salud. Por lo cual una enfermedad prolongada, una ancianidad avanzada, una situación de soledad y de abandono, pueden determinar tales condiciones psicológicas que faciliten la aceptación de la muerte.
Sin embargo se debe reconocer que la muerte precedida o acompañada a menudo de sufrimientos atroces y prolongados es un acontecimiento que naturalmente angustia el corazón del hombre.
El dolor físico es ciertamente un elemento inevitable de la condición humana, a nivel biológico, constituye un signo cuya utilidad es innegable; pero puesto que atañe a la vida psicológica del hombre, a menudo supera su utilidad biológica y por ello puede asumir una dimensión tal que suscite el deseo de eliminarlo a cualquier precio.
Sin embargo, según la doctrina cristiana, el dolor, sobre todo el de los últimos momentos de la vida, asume un significado particular en el plan salvífico de Dios; en efecto, es una participación en la pasión de Cristo y una unión con el sacrificio redentor que Él ha ofrecido en obediencia a la voluntad del Padre. No debe pues maravillar si algunos cristianos desean moderar el uso de los analgésicos, para aceptar voluntariamente al menos una parte de sus sufrimientos y asociarse así de modo consciente a los sufrimientos de Cristo crucificado (cf. Mt 27, 34). No sería sin embargo prudente imponer como norma general un comportamiento heroico determinado. Al contrario, la prudencia humana y cristiana sugiere para la mayor parte de los enfermos el uso de las medicinas que sean adecuadas para aliviar o suprimir el dolor, aunque de ello se deriven, como efectos secundarios, entorpecimiento o menor lucidez. En cuanto a las personas que no están en condiciones de expresarse, se podrá razonablemente presumir que desean tomar tales calmantes y suministrárseles según los consejos del médico.
Pero el uso intensivo de analgésicos no está exento de dificultades, ya que el fenómeno de acostumbrarse a ellos obliga generalmente a aumentar la dosis para mantener su eficacia. Es conveniente recordar una declaración de Pío XII que conserva aún toda su validez. Un grupo de médicos le había planteado esta pregunta: "¿La supresión del dolor y de la conciencia por medio de narcóticos ... está permitida al médico y al paciente por la religión y la moral (incluso cuando la muerte se aproxima o cuando se prevé que el uso de narcóticos abreviará la vida)?". El Papa respondió: "Si no hay otros medios y si, en tales circunstancias, ello no impide el cumplimiento de otros deberes religiosos y morales: Sí" (5). En este caso, en efecto, está claro que la muerte no es querida o buscada de ningún modo, por más que se corra el riesgo por una causa razonable: simplemente se intenta mitigar el dolor de manera eficaz, usando a tal fin los analgésicos a disposición de la medicina.
Los analgésicos que producen la pérdida de la conciencia en los enfermos, merecen en cambio una consideración particular. Es sumamente importante, en efecto, que los hombres no sólo puedan satisfacer sus deberes morales y sus obligaciones familiares, sino también y sobre todo que puedan prepararse con plena conciencia al encuentro con Cristo. Por esto, Pío XII advierte que "no es lícito privar al moribundo de la conciencia propia sin grave motivo" (6).
IV. El uso proporcionado de los medios terapéuticos
Es muy importante hoy día proteger, en el momento de la muerte, la dignidad de la persona humana y la concepción cristiana de la vida contra un tecnicismo que corre el riesgo de hacerse abusivo. De hecho algunos hablan de "derecho a morir" expresión que no designa el derecho de procurarse o hacerse procurar la muerte como se quiere, sino el derecho de morir con toda serenidad, con dignidad humana y cristiana. Desde este punto de vista, el uso de los medios terapéuticos puede plantear a veces algunos problemas.
En muchos casos, la complejidad de las situaciones puede ser tal que haga surgir dudas sobre el modo de aplicar los principios de la moral. Tomar decisiones corresponderá en último análisis a la conciencia del enfermo o de las personas cualificadas para hablar en su nombre, o incluso de los médicos, a la luz de las obligaciones morales y de los distintos aspectos del caso.
Cada uno tiene el deber de curarse y de hacerse curar. Los que tienen a su cuidado los enfermos deben prestarles su servicio con toda diligencia y suministrarles los remedios que consideren necesarios o útiles.
¿Pero se deberá recurrir, en todas las circunstancias, a toda clase de remedios posibles?
Hasta ahora los moralistas respondían que no se está obligado nunca al uso de los medios "extraordinarios". Hoy en cambio, tal respuesta siempre válida en principio, puede parecer tal vez menos clara tanto por la imprecisión del término como por los rápidos progresos de la terapia. Debido a esto, algunos prefieren hablar de medios "proporcionados" y "desproporcionados". En cada caso, se podrán valorar bien los medios poniendo en comparación el tipo de terapia, el grado de dificultad y de riesgo que comporta, los gastos necesarios y las posibilidades de aplicación con el resultado que se puede esperar de todo ello, teniendo en cuenta las condiciones del enfermo y sus fuerzas físicas y morales.
Para facilitar la aplicación de estos principios generales se pueden añadir las siguientes puntualizaciones:
A falta de otros remedios, es lícito recurrir, con el consentimiento del enfermo, a los medios puestos a disposición por la medicina más avanzada, aunque estén todavía en fase experimental y no estén libres de todo riesgo. Aceptándolos, el enfermo podrá dar así ejemplo de generosidad para el bien de la humanidad.
Es también lícito interrumpir la aplicación de tales medios, cuando los resultados defraudan las esperanzas puestas en ellos. Pero, al tomar una tal decisión, deberá tenerse en cuenta el justo deseo del enfermo y de sus familiares, así como el parecer de médicos verdaderamente competentes; éstos podrán sin duda juzgar mejor que otra persona si el empleo de instrumentos y personal es desproporcionado a los resultados previsibles, y si las técnicas empleadas imponen al paciente sufrimientos y molestias mayores que los beneficios que se pueden obtener de los mismos.
Es siempre lícito contentarse con los medios normales que la medicina puede ofrecer. No se puede, por lo tanto, imponer a nadie la obligación de recurrir a un tipo de cura que, aunque ya esté en uso, todavía no está libre de peligro o es demasiado costosa. Su rechazo no equivale al suicidio: significa más bien o simple aceptación de la condición humana, o deseo de evitar la puesta en práctica de un dispositivo médico desproporcionado a los resultados que se podrían esperar, o bien una voluntad de no imponer gastos excesivamente pesados a la familia o la colectividad.
Ante la inminencia de una muerte inevitable, a pesar de los medios empleados, es lícito en conciencia tomar la decisión de renunciar a unos tratamientos que procurarían únicamente una prolongación precaria y penosa de la existencia, sin interrumpir sin embargo las curas normales debidas al enfermo en casos similares. Por esto, el médico no tiene motivo de angustia, como si no hubiera prestado asistencia a una persona en peligro.
Conclusión
Las normas contenidas en la presente Declaración están inspiradas por un profundo deseo de servir al hombre según el designio del Creador. Si por una parte la vida es un don de Dios, por otra la muerte es ineludible; es necesario, por lo tanto, que nosotros, sin prevenir en modo alguno la hora de la muerte, sepamos aceptarla con plena conciencia de nuestra responsabilidad y con toda dignidad. Es verdad, en efecto que la muerte pone fin a nuestra existencia terrenal, pero, al mismo tiempo, abre el camino a la vida inmortal. Por eso, todos los hombres deben prepararse para este acontecimiento a la luz de los valores humanos, y los cristianos más aún a la luz de su fe.
Los que se dedican al cuidado de la salud pública no omitan nada, a fin de poner al servicio de los enfermos y moribundos toda su competencia; y acuérdense también de prestarles el consuelo todavía más necesario de una inmensa bondad y de una caridad ardiente. Tal servicio prestado a los hombres es también un servicio prestado al mismo Señor, que ha dicho: "...Cuantas veces hicisteis eso a uno de estos mis hermanos menores, a mí me lo hicisteis" (Mt 25, 40).
El Sumo Pontífice Juan Pablo II, en el transcurso de una audiencia concedida al infrascripto cardenal Prefecto ha aprobado esta Declaración, decidida en reunión ordinaria de esta Sagrada Congregación, y ha ordenado su publicación.
Roma, desde la Sede de la Sagrada Congregación para la Doctrina le la Fe, 5 de mayo de 1980.
Cardenal Franjo SEPER, Prefecto
Jerôme HAMER, arzobispo titular de Lorium, Secretario.
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